martes, febrero 1

Un sueño olvidado, guardará la noche y todos sus recovecos

A una ella que terminó siendo cualquier noche de ensueño:



Vívida



Erguida la encontré a un paso del estío naciente,
inequívoca ante el rostro incrédulo, jamás imaginado.
Mostraba aquella vez el perfil exacto
que le dio el sueño profundo de la juventud.

La verborrágica escena de su postura ostentaba
un animal libre y una jaula vacía,
mientras los ajenos bailaban perdidos a su alrededor.
Ella escondía en su centro lozano un señuelo
en busca del recodo silencioso del universo.

Supe entonces que había en sus brazos dos barcas mecidas,
y una costa curvada en su pecho que aguardaba paciente.
A lo lejos, como faro gigante se vislumbraba la imprudente
línea de su espalda, maravillosa ofrenda que echó raíz
en mis años.

Hay un continente móvil que la besa cuando aparece
su vieja costumbre de mirada quieta, y es allí cuando
todo lo bello se le parece, perdiendo así su prístina
virtud.

Quién diría que el amor y el delirio, rostros del mismo
contorno que lleva su entrepierna, tendrían su nombre
profano mordido de cuajo.
Quién diría que tendría el artero secreto para devorar
treinta años del viejo enjambre al pie de la rueca,
y arrancar la promesa de un mismo lugar entre su rostro
y el mío.

Mañana la tendré volando sobre mi espalda, y será el momento
en que se vuelva temeraria ante mis ojos, cautivándome
con su inacabable fortuna.
Hoy será el día en que la ame más que a mi pasado.
Y esta noche, impronta de dicha, ella será bálsamo de mi presente.

viernes, octubre 16

Frente al cerezo


Jugueteando distraída con sus manos y una pobre mímica, Florence había encontrado palabras escritas en algunos papeles arrugados, dentro de su bolsillo izquierdo.
Juraría que vació todo lo que encontró lleno a su alrededor; se equivocó. Y en ese pequeñísimo gesto de la verdad, se dio cuenta de lo simple que era volver a recorrer el camino del despojo con algo tan liviano como los trozos de un papel.
Murmurando obscena, sintió que debía retenerlos un poco más antes de olvidarlos en algún lugar de la basura.
Decidió finalmente encerrarlos en un puño, mientras miraba con detenimiento el cerezo más florido de ese parque entre rejas.
Sus bolsillos no eran tan profundos, no lograba entender cómo, ciertas veces, podían aprisionar tantas cosas.
La planicie del muslo acariciaba ese puño que se le abrió con lentitud, dejando caer los papeles sobre su pubis vestido.
Las épocas de la buena memoria habían pasado, por eso escribía. Las trenzas de las muñecas quedaron muy lejos; ya no existían los vaqueros azules chorreando sobre zapatillas gastadas de los veinte que tuvo alguna vez.
Hoy vestía de blancura inmaculada, sabiendo que el alma se le moría desnuda.
Desde hacía tiempo no se desvelaba y ya no tenía tanto frío por las noches. Hoy sí podía contar las veces que su lucidez se perdía entre carcajadas estridentes, bailando desacompasada entre otras criaturas atiborradas de espanto, volviendo luego a la realidad de voces conocidas con un pedazo de madera apretado entre sus dientes. Nadie se atrevía a avergonzarla ni culparla por eso; pronto llegaría el otoño y con él la tibia lejanía del misterio que hace brotar las estaciones. No amar esos preludios de la existencia, sí merecía la pena de la vergüenza.
Entonces, Florence los amaba, y entendía otras palabras escondidas en la hondura de la noche; entendía las flores de la retama que adornó su infancia. Esas cosas se ven una sola vez en la vida y se tienen para siempre; por ellas se volvería loca otra vez.
El abrazo contra el corazón amante, el susurro de la ropa desprendiéndose del cuerpo, el brillo de la mañana alrededor del regocijo arcano del deseo… Todos esos verbos que terminan siendo vértebras de las llamas, le gritaban la viviente de todos los lugares suyos. Por ellos se volvería cuerda una última vez.
Pudo recordar en ese instante, aun con su vestido de nieve, el allegro de aquella voz al pedirle que no cambiara las sábanas de su lecho porque quería reencontrarse con su aroma, y hacer una fiesta. Florence deseaba y recordaba todos los aromas de sus amantes, hasta los de esas que la amaron sin apetitos, y ella insistía en forjarles diademas para sus reinos.
El pecho de Florence hoy no la contenía, se derramaba infeliz en la vida que galopaba fuera de su letargo.
Las flores de la retama, flores de la retama como letanía en su memoria frágil, rasgándole la falda para volver a meterse desde su propio cuajo entre sus fluidos.
Con su tembloroso frenesí apretó los papeles contra el pubis; ya ninguna volvió a hablar de su frente ni del puente de su nariz griega. Por eso sentía su corazón, se emborrachaba con el mejor licor terrenal al beberse sus retumbos propagados en la ausencia.
Oía canciones y reía; comenzó a reír metiéndose uno a uno los trozos arrugados en la boca, tragando esas cosas que se ven una sola vez en la vida y quedan para siempre.
Florence corrió los cabellos de sus ojos llenos de risa absurda, tomándose la falda y echando a correr para revolotear con las ramas del cerezo más florido del parque.
Reía, cómo reía la niña que amaba los aromas y allegros de las amantes que se fueron.
Se abrazó al árbol llena de sudor, dejándose caer en la hierba blanda de la pradera al sol poniente. Arrastró con ella un pétalo de la flor del cerezo y un pequeño recuerdo de la retama, que descansaron sobre sus jadeos hirientes.
Florence cerró los ojos; se quedó dormida en la fantasía de su locura.

martes, septiembre 22

La estación que se viste de mujer

Una de mis hijas, es la mañana que nunca muere, que promete la certera existencia con los brazos abiertos para los mendigos.
Mi vástago bien amado se abre camino estirando el pecho hasta reventar las vestiduras, por el cielo, que es mi padre olvidado.
El arqueo fugaz de la hierba me anuncia; el brillo inhumano del dios separa mis piernas y deja caer lentamente del árbol mayor la savia y la clepsidra que devolverá las horas.
Otro de mis hijos es el cuerpo. No importa cuál, todos son míos, míos; pero yo solo deseo el de mi hijo.
El cuerpo recuerda al cuerpo; se incorpora en la memoria del otrora cortejo y devora la simiente ajena, rememorando antiguos rituales de complacencia.
Coronada, veo a mis nacidos copular enfermizos, rasgando la naturaleza hasta sangrar profusos, y libar cada hueco profundo.
Es el misterio de lo íntimo, el que una y otra vez somete, siendo éste el único recuerdo que enaltecerá la caída del imperio de las bestias. Los cuerpos.
Mis hijos famélicos uno de la otra, una del otro, magullando su propia carne, escribiendo la historia de todos los presentes dudosos; tan míseros son que se revuelven en su más privada inercia sin culpa alguna.
Los divinos aman las miserias, pero la tierra no las soporta, y así castiga.
Mi hija toma a mi hijo encerrándolo entre sus piernas, y se da cuenta de que soy una mujer, soy mi propia hija y el cielo es un padre que brilla de lujuria al vernos. Es mi cuerpo el árbol, la estación vestida que la toma por los cabellos acercándola al vientre.
Caliente y embebida, dispuesta a llegar al goce en la descomunal orgía. Conjunción perfecta de todas las arterias salientes de mis extremidades.
Soy infinita, infinita, infinita.



miércoles, agosto 26

La tarde y el lugar donde llovía




Llueve en Casanova, como solía hacerlo todos los terceros jueves de cada mes. Casanova esa tarde tenía las puertas abiertas de par en par siendo otoño, porque la humedad del día levantaba hasta los postes de luz. La calle de Casanova era una vieja avenida, nombrada por el canto de una chicharra lejana que se colaba por todas partes, birlando un poco la atención de una mujer sentada que escribía un papel sobre una mesa redonda, pegada a un gran ventanal. La mujer había encendido la vela que embellecía ese pequeño espacio, a pesar de que la claridad del mediodía estaba presente, sin merecer la pena. Un cappuccino y un chocolate bastaban para mostrarla viva y feliz, aunque no creyese en ninguno de esos dos artilugios, pensaba Anetta, mirando las letras rojas pintadas en el vidrio de la palabra “Casanova” al revés. “Casa nueva”, significaba su traducción en una complicada forma compuesta de ver la palabra. Sonriendo a media estación, se interesó luego en buscar un anagrama y más tarde un acrónimo en ella; “vano” entraba en el concepto de anagrama. “Casa vana”; y podría jugar con “cava” como acrónimo. Pero “Casa cava” no sonaba muy bien. Alguien que sabría más que ella de esos menesteres, diría que en su fonética había una fuerte cacofonía, a diferencia de alguien que supiese menos que ella, pensaría en lo absurdo de ese parloteo callado. Qué nefasta actitud la de las palabras, se decía Anetta cerrando los ojos un momento, no deseando perderse por sus pensamientos una lluvia de otoño húmedo como ésa. Finalmente los abrió, no se sentía cómoda en la oscuridad. Observó al mozo serpentear sin ganas entre las mesas y llamadas de foráneos. Pensó en la chicharra y la forma romántica de nombrar sus sonidos primitivos como cantos. Ignoraba si los insectos tenían tráquea, le daba vergüenza admitir su falta de sapiencia en esa familia de vivientes, pero… ay de los hijos incautos… eso no era Ravel; solo le bastaba entender que se trataba del simple y natural llamado a la preservación. Dejó hastiada el lápiz sobre el papel, volviendo a su anterior aliteración. Todo su mundo se había vuelto absurdo en los tiempos que corrían, como ese mismo tiempo libre que no podía dejar de tener. Su casa nueva fue un raro sueño quebrado, de material endeble, convirtiéndose en una casa vana, hasta ser cavada por su propio silencio. Hondamente habitó el surco que llevaba dos nombres. Anetta, Anetta, Anetta que en las fiestas vestía un gorro rojo mostrando algarabía. Anetta tenía duendes en su armario, esperando ver las luces del jardín lleno de césped. Anetta llevaba un morral tejido, traído en algún año, para guardar sus cigarrillos y su libreta, caramelos y un teléfono barato. Anetta era sencilla, de cabellos simples y limpios que tragaban la luz del sol a carcajadas. Admiraba las flores y degustaba el café con chocolate, fumando y llorando junto a cualquier vidrio empapado de lluvia. Anetta había amado sin intención, siendo injustamente condenada, como lo son todos los empedernidos por vivir. Casanova, casa nueva… Con el paso de las horas las puertas del bar se cerraron, la humedad despegó del asfalto, y la lluvia subió donde pertenecía; pero la mujer sentada a la mesa redonda pegada al ventanal, dentro del bar ubicado sobre la vieja avenida, no se había ido. Cerca de la estación, bien entrada la noche, existió durante años un lugar que se conocía bastante, y que muchos también deseaban olvidar. Así como las personas cambian con la claridad de las horas diurnas y la negrura de las nocturnas, este lugar tenía la misma naturaleza. De día divertía a los payasos, y de noche la realidad del morbo se adelantaba por los aires como lenguas hermosas buscando consuelo, sin pudor ni dicha, ya que todo acto por despecho se realiza de forma automática. A ella la conocían, a Anetta, que en su morral también guardaba secretos y vicios. Pagó su consumo diurno y se puso de pie. Una vez más cerró los ojos, abriendo la plenitud de su boca para exhalar las lenguas hermosas que ya se burlaban de la cordura. Dirigió su mirada serena a la escalera que llevaba a los escenarios privados. Otra mujer desprovista de buenas costumbres, inmaculada en su oropel carmesí, la esperaba en el escalón más alto, juntando sus pechos nutridos entre los brazos. Ella era llena y maravillosa, pidiendo en su silencio necesario con las piernas abiertas. Anetta sonrió de lado, ungida por el deseo omnisciente que poseía a todos los que continúan soñando. Caminó un paso delante de otro, decidida a aferrarse a su salvaje y muda rendición. A otro cuerpo, a otra pequeña muerte desconocida.

lunes, agosto 10

Habitó la casa el verano de la vida



En algún verano de la vida,
quisiera tener una casa
que lleve a un balcón
cara al sol.
Buscar tus ojos media tarde
sobre una calle perdida.

Y cuando el tiempo inhiba
sus huellas, empezar a amarnos
encima de un trono que comenzaría
a pasos de tu fe y mi valentía.

En la casa que habitara el verano
de la vida, crecería un jardín
a la par de nuestros hijos del deseo,
y de las criaturas de los amores
de aquellos que adoramos.

La tarde moriría entre sombras
plagadas de orquestas,
con tu mano abierta descansada
en tu seno desnudo luego de mi beso.
Me reiría como una cría del viejo paraíso
al verme sembrar los suelos con libertad.

Sin ser anunciadas, se abrirían
todas las ventanas desde donde
se puedan escuchar a los locos
tener la razón del mundo entero.

En ese verano, cuando la vida habite
el recuerdo mío, las paredes
vestirán de Pascua y Carnaval,
porque así ha de ser toda nuestra
historia escrita.

Y si llegara a nombrarse el solsticio,
insistiendo en esta fantasía manchada
de sangre; si los años tan naturales
florecen sin tregua, caminaré sobre
la calle perdida
bajo el balcón escondido,
sin más remedio.
Allí sé que alguna vez te encontré.

domingo, agosto 9

El golpe en la puerta

El alma tirita, una luz tenue está encendida.
El cigarrillo humeante pende con propósito del borde del cenicero, creyendo ferviente que esa última elegancia es la adecuada.
Todo se detiene cuando acomete el llamado inoportuno de su puerta, suspendiendo la taza que se hubiera llevado a la boca.

El aliento cortó de cuajo la palabra que nunca alcanzó a decir. Huele el vapor caliente del brebaje, sin atender aún el deseo final. El llamado enloquece; la luz sigue encendida.

Comprende al fin el simple mecanismo de develar un secreto, girar de un lado al otro la perilla para que nazca o muera el destello guía de pobres.
Si todo recae en el tormento de un paraíso negado, puede mentirse y hasta llenarse de glorias por ello.
Así se siente la magnífica justificación.

Vuelve a respirar la animalada del vapor con fuerza, la animalada de convertir el suicidio en una costosa taza china de té, servida.
Los disfraces de la verdad son tantos como los segundos de los años.
Quería darse cuenta del sabor que tiene la cobardía en ese instante penúltimo, pero escribió en una memoria que no será vista, que el desear el fin no es cobardía ni lograrlo valentía, es el cansancio del llanto.

El alma tirita, la luz bambolea como un péndulo, como los senos de la mujer en la furia de un amor. Es una vela más extinta ahora, es pobre y ama la miseria como a sus cuadros de Alejandra, de Olga, de Arthur. No se doblega, la luz se retuerce como un sexo caliente.
Es un fósforo robado de algún cajón.

Acerca su boca, demostrando así el rito de antepasados que no fueron de ella. Sonríe con una mueca que sabe, pronto se la llevará la noche.

El golpe inoportuno en la puerta calla, sus breves segundos cerraron el preámbulo. Alguien abre y entra finalmente, a un cuarto completamente oscuro.

jueves, agosto 6

Pubis

Chère Alexandrée:

Una mujer me cantaba, entonces, se llenaba el espacio de toda la redención que pretenden los humanos para salvar su existencia. Se ceñía del milagro para tomarme entera, y se derramaba sobre mí como agua clara. Su voz era augurio de buenos tiempos, armonía intacta cuando formaba los lazos que me llevaban a sus ojos.
Mi cuerpo, caliente, embebe hoy la tarde memoriosa. Se abre de piernas intentando llegar al goce perdido. La carne es suave al tacto, tan parecida a su piel que tiemblo y suspiro sin negarme a su recuerdo.
Tiemblo y suspiro, sin negarme al recuerdo de su voz.