domingo, agosto 9

El golpe en la puerta

El alma tirita, una luz tenue está encendida.
El cigarrillo humeante pende con propósito del borde del cenicero, creyendo ferviente que esa última elegancia es la adecuada.
Todo se detiene cuando acomete el llamado inoportuno de su puerta, suspendiendo la taza que se hubiera llevado a la boca.

El aliento cortó de cuajo la palabra que nunca alcanzó a decir. Huele el vapor caliente del brebaje, sin atender aún el deseo final. El llamado enloquece; la luz sigue encendida.

Comprende al fin el simple mecanismo de develar un secreto, girar de un lado al otro la perilla para que nazca o muera el destello guía de pobres.
Si todo recae en el tormento de un paraíso negado, puede mentirse y hasta llenarse de glorias por ello.
Así se siente la magnífica justificación.

Vuelve a respirar la animalada del vapor con fuerza, la animalada de convertir el suicidio en una costosa taza china de té, servida.
Los disfraces de la verdad son tantos como los segundos de los años.
Quería darse cuenta del sabor que tiene la cobardía en ese instante penúltimo, pero escribió en una memoria que no será vista, que el desear el fin no es cobardía ni lograrlo valentía, es el cansancio del llanto.

El alma tirita, la luz bambolea como un péndulo, como los senos de la mujer en la furia de un amor. Es una vela más extinta ahora, es pobre y ama la miseria como a sus cuadros de Alejandra, de Olga, de Arthur. No se doblega, la luz se retuerce como un sexo caliente.
Es un fósforo robado de algún cajón.

Acerca su boca, demostrando así el rito de antepasados que no fueron de ella. Sonríe con una mueca que sabe, pronto se la llevará la noche.

El golpe inoportuno en la puerta calla, sus breves segundos cerraron el preámbulo. Alguien abre y entra finalmente, a un cuarto completamente oscuro.

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