viernes, octubre 16

Frente al cerezo


Jugueteando distraída con sus manos y una pobre mímica, Florence había encontrado palabras escritas en algunos papeles arrugados, dentro de su bolsillo izquierdo.
Juraría que vació todo lo que encontró lleno a su alrededor; se equivocó. Y en ese pequeñísimo gesto de la verdad, se dio cuenta de lo simple que era volver a recorrer el camino del despojo con algo tan liviano como los trozos de un papel.
Murmurando obscena, sintió que debía retenerlos un poco más antes de olvidarlos en algún lugar de la basura.
Decidió finalmente encerrarlos en un puño, mientras miraba con detenimiento el cerezo más florido de ese parque entre rejas.
Sus bolsillos no eran tan profundos, no lograba entender cómo, ciertas veces, podían aprisionar tantas cosas.
La planicie del muslo acariciaba ese puño que se le abrió con lentitud, dejando caer los papeles sobre su pubis vestido.
Las épocas de la buena memoria habían pasado, por eso escribía. Las trenzas de las muñecas quedaron muy lejos; ya no existían los vaqueros azules chorreando sobre zapatillas gastadas de los veinte que tuvo alguna vez.
Hoy vestía de blancura inmaculada, sabiendo que el alma se le moría desnuda.
Desde hacía tiempo no se desvelaba y ya no tenía tanto frío por las noches. Hoy sí podía contar las veces que su lucidez se perdía entre carcajadas estridentes, bailando desacompasada entre otras criaturas atiborradas de espanto, volviendo luego a la realidad de voces conocidas con un pedazo de madera apretado entre sus dientes. Nadie se atrevía a avergonzarla ni culparla por eso; pronto llegaría el otoño y con él la tibia lejanía del misterio que hace brotar las estaciones. No amar esos preludios de la existencia, sí merecía la pena de la vergüenza.
Entonces, Florence los amaba, y entendía otras palabras escondidas en la hondura de la noche; entendía las flores de la retama que adornó su infancia. Esas cosas se ven una sola vez en la vida y se tienen para siempre; por ellas se volvería loca otra vez.
El abrazo contra el corazón amante, el susurro de la ropa desprendiéndose del cuerpo, el brillo de la mañana alrededor del regocijo arcano del deseo… Todos esos verbos que terminan siendo vértebras de las llamas, le gritaban la viviente de todos los lugares suyos. Por ellos se volvería cuerda una última vez.
Pudo recordar en ese instante, aun con su vestido de nieve, el allegro de aquella voz al pedirle que no cambiara las sábanas de su lecho porque quería reencontrarse con su aroma, y hacer una fiesta. Florence deseaba y recordaba todos los aromas de sus amantes, hasta los de esas que la amaron sin apetitos, y ella insistía en forjarles diademas para sus reinos.
El pecho de Florence hoy no la contenía, se derramaba infeliz en la vida que galopaba fuera de su letargo.
Las flores de la retama, flores de la retama como letanía en su memoria frágil, rasgándole la falda para volver a meterse desde su propio cuajo entre sus fluidos.
Con su tembloroso frenesí apretó los papeles contra el pubis; ya ninguna volvió a hablar de su frente ni del puente de su nariz griega. Por eso sentía su corazón, se emborrachaba con el mejor licor terrenal al beberse sus retumbos propagados en la ausencia.
Oía canciones y reía; comenzó a reír metiéndose uno a uno los trozos arrugados en la boca, tragando esas cosas que se ven una sola vez en la vida y quedan para siempre.
Florence corrió los cabellos de sus ojos llenos de risa absurda, tomándose la falda y echando a correr para revolotear con las ramas del cerezo más florido del parque.
Reía, cómo reía la niña que amaba los aromas y allegros de las amantes que se fueron.
Se abrazó al árbol llena de sudor, dejándose caer en la hierba blanda de la pradera al sol poniente. Arrastró con ella un pétalo de la flor del cerezo y un pequeño recuerdo de la retama, que descansaron sobre sus jadeos hirientes.
Florence cerró los ojos; se quedó dormida en la fantasía de su locura.

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